Agosto se despide con una fecha que, aunque registra un ingreso reciente en el calendario de las celebraciones argentinas, encierra profunda significación y virtuosas implicancias. El lunes 24 se celebró el Día del Lector, conmemoración instituida en 2012 para homenajear merecidamente a Jorge Luis Borges, que nació un día como ese en 1899. Cuando cumplió 70 años se publicó Elogio de la sombra, libro que incluye el poema El lector. “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”, escribió allí.
Hay en el Día del Lector, sin embargo, mucho más que una efeméride que se tributa con justicia a uno de los mayores escritores del siglo XX. La Argentina ya cuenta con un Día del Libro, que es también el Día de los Derechos de Autor (recuerda la muerte de Miguel de Cervantes, de William Shakespeare y del Inca Garcilaso de la Vega, todas ocurridas el 23 de abril de 1616); y también se ha instituido el Día del Escritor, que evoca el natalicio de Leopoldo Lugones, el 13 de junio de 1874. Habiendo entonces una fecha para lo que ha sido escrito y otra para quien escribe, el Día del Lector encarna un ideal: debiera ser el día de todos.
En la actualidad, además, el acceso al universo de la lectura se ha ensanchado como nunca antes en la historia a partir de internet. La “red” es en sí misma una inagotable fuente de libros digitalizados, con decenas de miles de textos de acceso gratuito, desde ensayos universitarios hasta clásicos de la literatura. Es por momentos la infinita “Biblioteca de Babilonia” que Borges imaginó. Los adelantos tecnológicos, entonces, no son obstáculos contra la lectura ni representan una excusa válida para no leer. Por el contrario, han llevado los textos a las más diversas plataformas. Inclusive, a la del inseparable teléfono celular.
Mucho se ha dicho del placer de la lectura y de las maravillas que ella concibe, como viajar sin moverse de la silla o revivir el pasado que ya no existe o pensar el futuro que aún es nada. Todo esos caminos desembocan en una encrucijada común: el pensamiento. Lejos de tratarse de una mirada romántica, es una certeza matemática: los seres humanos pensamos con palabras. Quienes más palabras adquieran, amplían la capacidad y la profundidad de su pensamiento. Y la única manera de conocer más palabras es leyendo.
En su imprescindible ensayo ¿Qué es la democracia?, Giovanni Sartori (1924-2017) postuló que la libertad de prensa es tributaria de la libertad de pensamiento porque esta última consiste en la posibilidad de acceder sin restricciones a cuanta obra impresa se desee. Leo, luego pienso.
En este punto, justamente, es donde se redimensiona el acto de la lectura. La democracia necesita de la opinión de sus miembros. Esa opinión no tiene que ser erudita, aclara Sartori, porque esa era la antigua idea de Platón del gobierno de los filósofos. Pero la opinión sí debe ser fundada en ideas e informada sobre los asuntos públicos. La lectura es la fuente de una y de otra vertiente. Una opinión fundada puede ser o no compartida, pero siempre será valiosa para la democracia, que es el gobierno del consenso: del consenso de las opiniones.
Leer, entonces, no es solamente una actividad placentera, que corresponde a su faz individual. Es, a la vez, un acto de formación personal proyectado hacia la vida en comunidad, que es su faz social. Leer, en definitiva, es un ejercicio del oficio de la ciudadanía.